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Manuel Llano Merino

    Nació en el seno de una humilde familia campesina en 1898. Su primera infancia transcurrió dentro del profundo ambiente rural de su pueblo natal, en cuya escuela libre —no había escuela pública en Sopeña— aprendió las primeras letras, y por cuyas brañas ejerció de ayudante de pastor. Posteriormente, sus progenitores se trasladaron a Santander, donde el padre, ciego, obtuvo un quiosco de prensa y lotería. El niño permaneció en el pueblo con los abuelos, hasta que, próximo a la adolescencia, fue también a la ciudad. Precisamente por la minusvalía de su padre, Llano ejerció de lazarillo en más de una ocasión. Todas esas experiencias juveniles —las de ayudante de pastor, las de lazarillo y las del niño de pueblo que llega a la ciudad— las refirió después en varias de sus estampas literarias.

    En 1910 ingresó en el instituto de segunda enseñanza de Santander, pero no terminó sus estudios; tampoco llegó a terminar los de Magisterio y Náutica, en los que se matriculó con posterioridad. En 1916 trabajó en Laredo como mozo de botica, en 1917 apareció su primer artículo de prensa en el periódico El Progreso de Cabezón de la Sal, y en 1918 ejerció, sin titulación, de maestro en Helguera de Reocín, pueblo minero de Cantabria. De formación autodidacta, aplicado aprendiz de la vida, se formó como lector en las bibliotecas Menéndez Pelayo y en la del Ateneo de Santander, en las que, además de acercarse a los clásicos, cultivó la amistad de los intelectuales del momento, entre los que figuraban Miguel Artigas, José María de Cossío, Víctor de la Serna, Gerardo Diego y un jovencísimo José Hierro.

    Como escritor dio los primeros pasos en el oficio de periodista, y en diversas etapas publicó artículos en El Diario Montañés, La Montaña de La Habana, El Pueblo Cántabro, la revista Cantabria de Buenos Aires, La Región, etc. Precisamente en la sección de folletines de este último diario, entre noviembre de 1928 y febrero de 1929, vio la luz en cincuenta y nueve entregas su primera novela: El sol de los muertos. Ese mismo año el impresor y librero Benigno Díaz la editó en forma de libro, con cubierta de Rivero Gil. Si bien la obra adolece de un excesivo tono folletinesco, anuncia ya lo que será una constante en su producción futura: el carácter costumbrista de la anécdota y el tono poético de la prosa.

    Hasta su temprana y repentina muerte entregó a la imprenta varias obras más, en las que su prosa, que no era sino poesía encubierta, adquirió gran madurez. En 1931 publicó Brañaflor, con prólogo de Miguel Artigas; en 1932, Campesinos en la ciudad, prologada por Víctor de la Serna; en 1934, La braña, con prólogo de Luys Santa Marina, y Rabel (Leyendas); en 1935, Retablo infantil, con prólogo de Unamuno, y en 1937, Monteazor. Póstumamente, en 1949, con epílogo de Gerardo Diego, vio la luz Dolor de tierra verde, una obra donde el silencioso trasfondo de la Guerra Civil trastoca las vidas de sus protagonistas. Todas estas publicaciones recibieron elogios encendidos.

    Luys Santa Marina (1934, prólogo a La Braña) consideró a Llano “el mejor de nuestros cuentistas, aunque vivos y muertos entren en la danza”; José Hierro (Alerta, 6 de enero de 1950: 3) dejó escrito que “quizá de los libros de Llano, como de toda alta poesía, no pueda ni deba decirse nada para no romper su belleza”; José María de Cossío